Paseamos por Valladolid. Al pasar por delante del cine Casablanca, donde se estrenó Justino hace ahora ocho años y conocimos a la familia vallisoletana de Carlos, aparece José María, el empresario del local. Nos cuenta que a lo mejor la estrenan de nuevo. A Carlos la idea no le parece ni bien ni mal.
Queremos que nos enseñe los teatros en los que ha actuado. Con los coliseos hay suerte, no así con los bares y restaurantitos que frecuentaba. En esta calle, junto al Teatro Lope de Vega, los dos se han convertido en tiendas de ropa. Carlos se embarca en una anécdota sobre Carmiña, una chica con la que, empujado por su padre, tonteó en La Coruña. Le corto intentando cuadrar las fechas. Ya me lo reprochará Pepón.
Tomamos una caña y le hacemos una entrevista esencialmente gastronómica: sus recetas, truquillos de cocina y las comidas de su época de actor itinerante. Luego, vamos a por el cordero prometido. Carlos se asusta porque oye lechazo y cree que le vamos a invitar a cochinillo, que aborrece. Los cicerones locales nos han conducido al Asador de Marcos, donde recalamos y tenemos media hora de espera. Tomamos un clarete que, por mor de la nueva normativa europea, es una especie en vías de extinción.
Ya estamos acostumbrados a caminar al borde del abismo. Nos ha ocurrido varias veces durante las entrevistas que lo que parecía una tranquila vereda conducía directamente a un cortado a pico. Ahí estamos. Entre cordero y ensalada ha surgido el guión de “Comprometido en homicidio”, escrito por Pedro Quevedo López y corregido por Carlos con la firme intención de que lo interpretase Sara Montiel en escenarios neoyorquinos.
Intentaré reconstruir el argumento para el libro: ahora me llevaría demasiado tiempo. Entre los momentos álgidos hay que destacar, eso sí, la aparición del policía Spencer –pecoso, aunque siempre sale de espaldas- y las dos escenas que Carlos completó porque Quevedo no tenía buena mano para el diálogo. Ocurre la primera en una comisaría de Brooklyn. Carlos incluyó en ella a unas “chicas de la vida de esas con voz ronca” y a un marica andaluz, con su bolso y todo, para darle un contrapunto humorístico. La segunda escena que Carlos recuerda haber retocado y completado con “levántese el acusado”, “protesto, su señoría” y demás es, claro, la del juicio.
Apenas llegamos a tiempo a casa de Carmen. Allí todo se desarrolla con bastante fluidez. Inopinadamente hace su aparición estelar “Topi, el cachorrito”, que era uno de los sketches de Carlos para “Si descubro yo el petróleo… millonario yo seré”. Resulta que Topi es el nombre del perrillo de la casa.
Tienen preparadas las fotos familiares que han guardado. Carmen aparece en dos junto a su padre. En la primera, muy jovencita, cuando Luis Lucas cayó enfermo por primera vez pero le cantó una zarzuela completa a las monjas del sanatorio de Viana de Cega. La segunda, ya, en la cama, a un paso de la muerte. Calos nos cuenta que se enteró del fallecimiento por un compañero, cuando actuaba en Barcelona con José Tamayo.
Durante quince años Carlos ha ido con su padre en el coro de compañías de zarzuela. Le deja en herencia el gusto por la sal, aquel consejo que le dio en su primera salida al escenario y la facilidad para meter morcillas, la suerte suprema para el actor de reparto.
Carlos decide a última hora quedarse en Valladolid a pasar la noche. Nosotros volvemos en tren cansados pero exultantes. Buscábamos la confirmación de que su madre trabajó en la Orquesta Municipal y el eco de la voz de su padre y nos traemos un puñado de fotografías familiares, la crónica de sus fugas y el relato del guión escrito para Sara Montiel.