Dos películas han hecho de la capa del landismo un sayo. La primera, basada en una novela de Andras Laszlo, el autor de «Mi tío Jacinto», mostraba a un Alfredo Landa, de oficio cristalero de antes de la guerra, cuyo beneficio procedía de su precisión en la inseminación de amas de cría. Gracias a los servicios de Paco, el seguro (1979) las fornidas muchachas norteñas encontraban colocación en elegantes casas del barrio de Salamanca.
La segunda, es ésta que hoy presentamos: El pecador impecable (1987).

La cinta dirigida por el productor y escritor cinematográfico Emilio Martínez Lázaro, se basa en una novela de Manuel Hidalgo, que asoma como figurante en un restaurante, en uno de los muchos cameos -Ricardo Franco, Antonio Drove, Emilio Martínez Lázaro…- con los que cuenta la película. Carlos aparece casi menos que estos «invitados especiales» y a causa de ello aparece el penúltimo en el rodillo de salida, sólo por delante de una niña.

Le toca en suerte uno de los muchos menesterosos que interpretó en su carrera cinematográfica. Es del subtipo «pícaro», correctamente vestido, un puntín chuleta y pidiendo cinco duros para volver a Móstoles en la feria filatélica de la Plaza Mayor de Madrid.

Carlos se convierte de este modo en una especie de apunte del natural, exento, autónomo, sin ninguna influencia en el desarrollo del argumento. Mosca cojonera en los intentos de Honorio (Alfredo Landa) de mantener una conversación tranquila con una viuda (Julieta Serrano) atribulada por los sellos que le ha dejado en herencia su difunto marido.
Intervino en el guión Rafael Azcona y la cinta apunta, por ende, maneras de esperpento, aunque éste, en opinión de uno, no llegue a cuajar, ora por impericia del director, ora porque la época de la post-movida en que se ambienta la historia sea demasiado colorista para el aguafuerte que se pretendía llevar a la pantalla.