Si existe la predestinación, la gracia tenía que llamarse Gracita.
Entre las estrellas de reparto, Gracita Morales es una supernova.
José María Forqué fue si no su descubridor al menos el primero en dejar constancia en el planisferio cinematográfico de su talento singular. En un año bueno, 1962 por ejemplo, puede participar hasta en catorce películas.
Cuando su órbita se empareja con la de José Luis López Vázquez dan lugar al nacimiento de un nuevo sistema planetario. José Sacristán, Josele Román o Rafaela Aparicio son en estos años satélites que reflejan la luz de Gracita.
Es su nombre el que encabeza los títulos de crédito. Es una de las estrellas mejor pagadas del cine español y la primera en exigir una roulotte personal en el rodaje. Eso sí, realiza la limpieza de la misma personalmente. No en balde se ha labrado el éxito poniéndose la cofia torcida y entonando, cual nueva Menegilda, el “pobres chicas, las que tiene que servir”, como en la zarzuela de Chueca y Valverde.
Gracita viene de un pueblo cuyo sólo nombre causa risa a un Madrid que se cree que ha dejado atrás los refajos. Ella se encarga de demostrarnos, entre el humor y la ternura, que debajo de las superficies pulidas de la formica y el sintasol sigue latiendo nuestro corazón paleto.
Como el desarrollismo, Gracita cumple su ciclo. Es fruto de temporada, igual que las comedias de Alfonso Paso en las que interviene o el dos caballos que da nombre a su personaje más querido.
Con ser tan hacendosa no ha caído en que hay que orear el cine, para que no huela tanto a coliflor.
Un día la estrella descarrila de su órbita, cae a la tierra y al entrar en contacto con la atmósfera se disuelve. Quedan pequeñas partículas ígneas de trazo feroz y breve.
Sin embargo, el meollo de la gracia de Gracita permanece inmarcesible. La agilidad para la réplica, una voz de muñeca de ventrílocuo, tan imitada como inimitable, y el tonillo de chufla que nos recuerda siempre que la vida, por seria que pretenda ponerse, nunca hay que tomársela demasiado en serio.