Finalicé la transcripción de las veintinueve páginas de las memorias y me he puesto con la de la entrevista. Voy bastante despacio porque el modo de contar las cosas de Carlos no es como para transcribirlo literalmente. A veces me sorprendo a mí mismo riéndome en el mundo exterior, más allá de los auriculares.
Asombra ver cómo trabaja su cabeza. Puede empezar a contarte algo de su papel en una obra de teatro, recordar que el actor al que sustituía era labrador pero que sabía tocar la trompeta porque el director de la compañía le había enseñado, ya que éste, a su vez, era saxofonista además de cantante y que le gustaba lucirse en los finales de fiesta cantando, por ejemplo, no sé qué de Murcia… y termina tarareando la tonada y con el hilo irremediablemente perdido. Todo ha tenido lugar en un minuto, ante los ojos del respetable, sin trampa ni cartón, como si fuera un funambulista de la memoria.
Estoy sin niños y, mientras como, aprovecho para echarle un vistazo a El tigre de Chamberí (Pedro L. Ramírez, 1957). El primer cometido de Carlos en el cine fue de chimenea humana, en esta película. Es una de las primeras anécdotas que nos contó sobre su experiencia cinematográfica. Quería probar suerte y la mejor manera que se le ocurrió de meter la cabeza en el séptimo arte fue como figurante. En aquella época estaba sin un duro –y cuándo no- y lo que recuerda del rodaje es que les daban tabaco para que hicieran humo para crear ambiente alrededor del ring.
Rastreo entre los figurantes que hay en la cafetería Miami donde Peliche Ozores acude a ver a la chica que le gusta y el aprovechado Tony Leblanc se hace invitar a la merienda por alguna fea sin acompañante. Mientras tanto, varios, con tipo de la época, suben y bajan los tres escalones que hay ante la barra: perfiles desenfocados, fantasmas mudos… Nada. Sigo adelante. Comienza el combate entre el campeón de los ligeros, Molina, y el Tigre. En su esquina, Tony, el liante, y Antonio Garisa, como el dueño del gimnasio y entrenador del aspirante.
Entre los espectadores, la madre del Tigre, Julia Caba Alba, y el “pagano”, el dueño del bar, José Marco Davó, rostro familiar en las películas de Vajda y, al final de su carrera, en varias de Marisol. Escruto entre los del fondo. Algunos, efectivamente, fuman. Hay un plano largo de público que se repite un par de veces y un general desde el pasillo izquierdo. Es posible que Carlos estuviera ahí, con la boca seca de tanto fumar un cigarrillo tras otro, pensando que hasta fumar de gorra cansa si hay que hacerlo por obligación… pero yo soy incapaz de encontrarlo.
Y de pronto… un fogonazo. Detrás de José Marco Davó, por encima de su hombro derecho alguien ha hecho un gesto familiar. Pulso la pausa. Es él. No hay duda. Curiosamente, sólo en un par de ocasiones se le ve fumando.
Aquí está, en efigie y gesto, como un pariente que reaparece después de vagar por el mundo durante años. Han pasado cuarenta y cinco y ahí está, algo más grueso que ahora, con el pelo negro…
Desde que empezamos a hablar con él de este asunto ha negado que guardara ningún testimonio gráfico de aquella época. Ni una fotografía de su idolatrada madre… Los veinticinco años de Carlos regresan ahora al presente, gracias a mi invocación videográfica.