Equipo reducido: Emilio, Pepón y yo. Por el camino hablamos de la necesidad de cortar la grabación ya y empezar a decidir qué hacemos con el material. Si no, corremos el riesgo de eternizarnos.
Entramos en el Xares poco antes de las once, que es la hora de nuestra cita. No hay demasiada gente. En la tele comienza el cine matutino: La viudita naviera (Luis Marquina, 1961), con Paquita Rico. Una cosa de Pemán, si la memoria no me falla, que cada vez me falla más.
Carlos vive en una pensión, aquí cerca, pero si quieres citarle para un trabajo hay que llamar al Xares. Eusebio, el jefe, le coge los recados, recibe las separatas y le suministra su tabaco favorito, que no es fácil de encontrar en otros bares del barrio. Desde que la Tabacalera dejó de elaborar los Peninsulares, Carlos se ha pasado al Condal largo. Todo consiste en desmocharlo -arrancarle el filtro- con las uñas amarillentas y fumar así, al modo tradicional, con el papel mojado en la comisura y sacándose cada tanto la hebra de tabaco que se adhiere a la lengua.
Cigarrito, café con leche, bollería industrial, vaso de agua y un culín de Dyc en copa de coñac. Tal es el desayuno de Carlos. No sabemos si es el habitual o se debe a nuestra presencia.

Mientras Carlos desayuna preparamos la cámara y la grabadora. La entrevista según hemos planeado debería girar en torno a tres temas: los bares, la memoria y la familia. Evidentemente él es el último de los Lucas dedicado a la interpretación, pero es difícil que lo reconozca. Su primo cantaor con el que coincidió en alguna compañía y al que llamaban “El Bandolero del Cante”, Federico, el bailarín de revista que ya no baila…
En cuanto a la memoria hace una exposición bastante coherente de ésta como instrumento de trabajo del actor. Saco entonces el guión de Justino y le pregunto si recuerda la escena en Shangri-La. Le echa un vistazo. Lee. Al poco está morcilleando. Deja aflorar al mister Hyde -o al Opale- del entrañable Sansoncito. Cada frase que en su día interpretó primorosamente, es ahora motivo para un chascarrillo. Perfecto.
A la salida le pedimos que se aleje y luego entre en el bar, por si nos valiera como recurso para el futuro montaje. Imposible. Los actores –al menos los que se dedican al cine- recitan su texto según el libreto y se mueven de marca a marca. El auxiliar de cámara traza una “T” en el suelo con cinta adhesiva, en el punto exacto en el que tienen que detenerse para que el foquista tenga una referencia. Carlos es un experto “morcillero”, capaz de recurrir a todo el repertorio zarzuelístico y a las mil y una ocurrencias de su padre para cubrir cualquier olvido o la falta de gracia del guión. Sin embargo, sin estas marcas en el suelo sus movimientos se desacompasan. No sabe si va o viene. Esquiva un bolardo con un pasito de baile, pero se detiene cada tres pasos. Le hacemos señas de que se aleje un poco más. Culpa nuestra por no haberle explicado concretamente lo que queríamos, aunque tampoco esperábamos esta querencia casi taurina que le impide alejarse de nosotros, como si fuéramos su salvavidas en alta mar. Me da la impresión de que la diferencia entre este nimio intento de docudrama y las escenas que Carlos ha interpretado para nosotros se reducen únicamente a estas marcas en el suelo.
La segunda parte de esta entrevista es un recorrido por el barrio en que ha vivido los últimos treinta años: sus bares, sus pensiones, sus calles… Nos muestra la pensión de la plaza de San Ildefonso donde vivió casi dos décadas. Los proletarios de la interpretación no tienen casa. ¿Para qué? Si caso un bar de confianza en el que te fíen y te cojan los recados.
Durante el trayecto Carlos habla de la Corredera Baja como de “la cuesta”. Bajar y subir “la cuesta”, dice siempre. Son cincuenta metros, que a él se le hacen un mundo. A lo mejor es porque últimamente anda un poco tocado por la artrosis. “El dolorcito”, lo llama.
A la altura de La Pepita le dan el alto. Carlos solía venir a este bar para cenarse un pincho moruno. Tampoco para por aquí últimamente. Un momento de la conversación nos llega al alma: “¿Qué haces?”, le preguntan. “Con estos –contesta Carlos-, que me están haciendo mi vida”.
Terminamos en El Palentino. Resulta que lo que más le fastidiaba de volver a este bar es que hace tiempo que no pasaba por aquí. Los camareros le reprochan su ausencia y Carlos esconde la cabeza. Pero pronto todo discurre con normalidad. Por ejemplo, un trompas que tan pronto nos pide que desenchufemos la cámara como que grabemos cómo se acicala.

Entre los recuerdos de Carlos, un momento en que la suerte le dio la espalda. Un representante le llamó para que acudiera al Teatro Eslava, donde necesitaban un galán cómico. Carlos se maquea y corre a la cita. Luis Escobar, el director, está fuera. Le piden que vuelva un poco más tarde. Carlos callejea por Arenal y Mayor. Cuando regresa el papel ya está dado. ¿Qué habría sido de mi vida si don Luis Escobar no hubiera salido aquella mañana? –se pregunta Carlos. Y se ve a sí mismo como un Paco Martínez Soria, protagonizando en la pantalla sus éxitos del escenario.