La idea es volver con él a los orígenes de todo: al viaje en tren, a Castilla, al lugar donde su padre y su madre vivieron los últimos años de sus vidas. Nuestro peculiar viaje al corazón de las tinieblas es previsiblemente el viaje a ninguna parte. La esfinge sin secreto, decía Wilde de la mujer y seguro que diremos nosotros de Valladolid.
Parece que el equipo ya se ha estabilizado. Somos seis los expedicionarios: Carlos, Pepón, Arri, Moti, Emilio y yo. Llegamos a la estación de Chamartín con media hora de antelación para evitarnos disgustos y Carlos, al que se ha traído Arri en taxi, aparece como una exhalación agitando en el aire su tarjeta dorada. Aún estamos en las taquillas de modo que el amable empleado de RENFE hace el trueque.
Tomamos un café en la concesión de la estación. Le explicamos nuestros planes de producción. Una vez finalizado el viaje nos quedaría una tarde para hacer un recorrido por el barrio y conocer los bares y las pensiones que han sido su hogar durante los últimos treinta años y una visita al rodaje de Slam (Miguel Martí, 2003), para verle metido en harina.
Una de las ideas que habíamos barajado era la de reunirnos en El Palentino con su primo Federico y el caballista Miguel de la Riva, del que nos ha contado algunas anécdotas sabrosas. Se cierra en banda. Con ninguno de los dos quiere saber nada. De su primo Federico dice que es él quien no le habla.
¡La caraba! Una de las expresiones favoritas de Carlos. El tal de la Riva era la caraba. Nos pide que nos imaginemos que alquiló la casa de sus padres, que estaban de vacaciones, y cuando volvieron se encontraron a un señor afeitándose tranquilamente en el cuarto de baño. O aquella vez que tenía hambre y sacó al canario de la jaula y lo echó a la sartén. Intentamos imaginárnoslo.
Carlos invirtió ciento veinte mil pesetas en aquel negocio de los cuadros que alguna vez nos ha contado que tuvo con el caballista y el director Ramón Comas. Trío modélico para un caricaturista: la altura de de la Riva y las arrobas de Comas como contrapunto de la enclenquez de Carlos. Los tres beben güisqui hasta las tantas en un piano-bar del barrio de Salamanca. Cuando cierran el caballista propone ponerse en ruta a Barcelona, para estar en la Ciudad Condal a primera hora de la mañana que es cuando se hacen allí los buenos negocios. Carlos no tiene mucho qué decir, si acaso que son un montón de kilómetros… Le hacen tomar una pastillita “de esas que te mantienen despierto”. Carlos no replica. Al fin y al cabo los otros dos se turnan al volante. En el maletero viaja la preciada obra de arte. El óleo, por lo visto, representaba a unos jugadores de pelota con barretina. Según Carlos parecía antiguo, sobre todo después de no sé qué alquimias que de la Riva realizaba con café sobre el lienzo. Por si quedaran dudas iban a casa de un tal Bernardino de Pantorba –escritor, pintor y crítico de arte-, en la Castellana, y éste, a cambio de mil pesetas, hacía una peritación en la que atribuía la obra a quien considerase conveniente. Pero después de un par de paradas técnicas para que Comas vacíe la inconmensurable vejiga y de la Riva pida nuevos güisquis la amanecida les pilla entrando en Zaragoza. El caballista es muy devoto de la Virgen del Pilar y no quiere dejar pasar la ocasión de rendir tributo a la madona. A la salida de la catedral los tres sienten un cansancio inmenso. A la luz del día el óleo parece menos auténtico y acuerdan que es mejor esperar a la noche para retomar el negocio. Comas y de la Riva deciden alojarse en el Hotel Corona de Aragón. Carlos pide un adelanto a sus socios a cuenta del adelanto que él les ha hecho. Nada… Dos mil pesetas, con las que saca un billete de tren para volver a Madrid y se toma un café con leche en la estación… Y una jarra de agua porque las pastillas le han dejado la boca seca y una murria que no se le quita. ¿Quién le mandaría a él…?
De la Riva todavía le debe ciento veinte mil pesetas de aquel asunto. Por eso, dice Carlos, no quiere hablar con él.
Al tren. Antes de que las cámaras se pongan en marcha, me dedico a interrogar a Carlos a fondo sobre su filmografía. Me gustaría tener al menos una frase sobre cada una de las películas que ha hecho. O las que yo he ido recopilando, que no llegan a la centena. En la mayoría de los casos se trata de recuerdos vagos sobre el personaje que interpretaba o los diálogos que tuvo que aprenderse. Ocasionalmente, surge una anécdota. Excepcionalmente, la madeja de los recuerdos comienza a desenredarse y cogemos un cabo que parece llevarnos a alguna parte.

Luego, grabamos con cámara algunas anécdotas sobre sus viajes, entre ellas la muerte de su abuelo que surge vívida cuando el convoy se detiene en Medina del Campo. Viajaban aquella vez en carros y soplaba un viento de mil demonios. El abuelo guía a los caballos cubierto con una manta. La aparta un momento para encender un pitillo y el frío traidor se lo lleva al otro barrio. Pulmonía fulminante.
La pulmonía es uno de los grandes enemigos de la familia Lucas. Carlos cifra el origen del cáncer de su padre en una pulmonía mal curada. Un tal Pedro Quevedo, del que nos ha hablado alguna vez, murió apoyado en una mesa de cocina, porque bebía bastante, no comía… y se dejó la ventana abierta. En una de sus primeras apariciones cinematográficas, Carlos tiene que cruzarse en un pasillo con Carmen Sevilla, que por todo abrigo lleva un picardías. La piropea: “¡Ay, quién fuera pulmonía!”
A falta de baterías de repuesto nos hemos traído tres cámaras. Yo se la pedí a Luis [Guridi], Pepón a Víctor [Coyote] y Emilio a Paola, de modo que venimos pertrechados para lo que surja.
Al llegar a la estación le sugerimos a Carlos que se baje el último, de modo que podamos grabarle descendiendo del tren. Saltamos al andén y… Hemos ido a parar en mitad de un colegio. La estación está casi vacía, pero ante la puerta de nuestro vagón se amontonan una treintena de niños. Carlos siente pánico: se figura que no va a poder bajar y el tren le va a llevar hasta Vitoria. Finalmente, consigue su objetivo y Pepón lo graba invocando a Herodes.

Intentamos grabar también mientras camina por la calle, pero se hunde en el tabardo y va frenando el paso. Cuando no, busca el abrigo de alguien. El paseo de Recoletos está en obras. Saltamos vallas, como si fuéramos por Madrid. Entramos en la zona peatonal que desemboca en la Plaza Mayor. Un trío del este de Europa interpreta una pieza musical. El acordeón da a la melodía un aire melancólico. Un poco más allá dos mujeres tocan el violín y los ojos de Carlos se humedecen.
Durante los días en que hemos estado con él ha llorado menos de lo que solía. Por eso, este momento nos traspasa un poco. Para quitarle hierro al asunto le preguntamos por un bar cercano en el que recuerda que paraba con su padre. Previsiblemente la taberna donde servían el vino en porrón y había un caballero que vendía cacahuetes, se ha convertido en una cafetería con las paredes color crema y cuadritos iluminados por apliques.
Ganamos la Plaza Mayor y mientras se instalan a desayunar en el Café del Norte -cuyo retrato fijara Santiago Lorenzo en un cortometraje- me acerco al Ayuntamiento. He tratado previamente de ponerme en contacto telefónico con el Archivo para ver si hubiera documentación sobre la violinista de la Orquesta Sinfónica Municipal, Carmen Reñé Esteve, la madre de Carlos. Pero las indagaciones telefónicas no han resultado. De viva voz, la funcionaria me pide tiempo para consultar los registros. Ya se pondrá en contacto conmigo.
Entretanto, en el Café del Norte han hecho su aparición los montados. El otro día localicé una versión de “La zapaterita”, una zarzuela del maestro Alonso, en la que Carlos recordaba que intervenía su padre y a cuyo estreno acudió en 1941. Me he traído el libretito del CD y una grabación en casete para regalársela. Nos habla largo y tendido de Conchita Panadés, a la que conoció siendo niño y luego volvió a encontrar ya de adulto haciendo zarzuela por Levante.
Cuando doy con la canción que cantaba su padre, asegura que no es él. “Mi padre tenía una voz más bonita”, afirma categórico. Arguyo que, según la documentación, la grabación se hizo con la compañía titular después de la función. “Pues más a mi favor”, razona Carlos “si ya se había terminado la función, cómo iba a estar mi padre”. Otro callejón sin salida.