Mientras los demás se manifiestan por la Castellana yo me voy a ver a Carlos a la Concha. Cuando he dicho que iba a al hospital alguien me ha preguntado en seguida si era alguna víctima del atentado de ayer. Lo malo de que el mundo se hunda es que las miserias parecen más miserables. Nuestros pequeños problemas se empequeñecen. La enfermedad de Carlos no cuenta en este piélago de muertes que la televisión, la radio y la prensa graban a fuego en nuestra conciencia.
Carlos se está sibaritizando en el hospital. Cuando le he preguntado si prefería naranjas o un pepito de crema, me ha pedido una caja de bombones. ¿Y algo para leer? Pues también. Mejor, si es de aventuras o policíaco. Como ya hemos hablado varias veces de Alf Manz y de Fidel Prado, cojo una novela de este último ambientada en el Chicago de los años 30. Le sumo otra de Clark Carrados de las que Bruguera editó con títulos tan sonoros como “Matando que es gerundio”.
Le han cambiado de habitación. Ha pasado a la zona antigua. En cambio su hermana –supongo que habrá sido ella- le ha traído un flamante pijama de cuadritos blancos, azules y rojos. Ha desaparecido la mascarilla de oxígeno. Peinado y afeitado su aspecto es envidiable. “Formidable”, dice él. Le han mandado hacer unos ejercicios con unos tubos aforados. Tiene que meterse la boquilla en la boca, espirar y luego inspirar fuerte. Unas bolitas suben entonces marcando un nivel que no pasa del 1500. En el mejor de los casos alcanzaría 5000. Luego expectora. Repite el ciclo durante un cuarto de hora y luego descansa otro tanto. Lo hace con aplicación. Me recuerda al puesto de la fuerza que había antes en las ferias, donde golpeabas con un mazo para que la pesa alcanzase la campana.
Se llevan a su compañero de habitación –diabético- para hacerle un dopler-nosecuantos. Cuando están sacando la cama llega el primo Federico. Aprovecha que salgo al pasillo para quejarse de que la hermana y la sobrina de Carlos se hayan vuelto a Valladolid sin avisarle. Pretenden trasladarle allí, aunque –precisa- “es muy mal enfermo”. Hace una demostración de sus dotes detectivescas. Al día siguiente de ingresarle, Carlos apareció por el bar como si nada. Le habían recetado un medicamento para que le bajase la inflamación de los pies pero podía tomársela tranquilamente en casa. Federico se dio cuenta de que al medicamento no le habían cortado la solapita que se quedan los farmacéuticos. Ergo, Carlos había comprado el medicamento sin receta. Lo volvieron a enviar al hospital y así se descubrió que se había escapado antes de que le pudieran hacer las pruebas.
Ya dentro, en presencia de Carlos deja caer unas cuantas frases teóricamente dirigidas a mí como que con uno que conoce él “se pasaron con la anestesia y por poco se queda”. O que Carlos “no sabe nada”. Pero Carlos sabe todo lo que tiene que saber: está “formidable” y va a volver a trabajar en cuanto se reanuden las grabaciones de Manolito Gafotas.
En fin, que los primos se han reconciliado pero los viejos rencores siguen ahí larvados y uno no puede sustraerse a tantos años de desencuentros. Me despido. No tengo valor para seguir con la visita. Federico dice que él también se va, que los transportes están muy mal. Sólo ha pasado allí media hora pero ya ha hecho su trabajo. Carlos se queda con sus ejercicios respiratorios.