En La Ida a las nueve menos cuarto. Arri y Pepón en una mesa con Paola [Ardizzoni] y su novio, Emilio, que es también fotógrafo. Ha traído material para iluminar o apoyar un poco la luz pero hay casi más jaleo que la noche de la inauguración. Es mala hora, nos dicen. Obras en la calle y el bar hasta arriba. Mientras esperamos a Carlos discutimos la situación: acordamos dejarlo para mañana a primera hora de la tarde y plantearle un viaje a Valladolid, donde vive su hermana.
En la pared, junto a la entrada, están los dibujos enmarcados sobriamente. Seis en la hilera superior y cinco en la inferior. Algunos van firmados. En otros ha rotulado con caligrafía jardielesca el título: “Gary Cooper. Actor norteamericano. Carlos Lucas”. Otro presenta a un Cristo de perfil con dos vasos de duralex. Con ellos ha querido representar el milagro de las bodas de Canaán, cuando transformó el agua en vino.
Nueve tienen ya su puntito azul en la esquina inferior derecha del marco, lo que quiere decir que otros tantos compradores han incorporado a su colección de arte estos dibujos a lápiz que Carlos ha agrupado bajo el título genérico de “Fantasías de Razas”.
Por fin llega la estrella de la noche. Trae un sombrerito de cuero marrón al que llama “mi paraguas”. A Emilio le hace gracia y pretende hacerle un retrato con él.
Carlos nos tira los tejos. Hay dos dibujos que no ha vendido y echa el anzuelo. No es buen momento, así que lo dejamos para mejor ocasión…
Nos cuenta una anécdota que lo retrata con precisión. Estuvo matriculado durante un mes en clases de dibujo, en la Escuela de Artes Oficios. Tendría diez o doce años. El maestro les hizo dibujar una oreja de escayola y alabó su ensayo. Carlos, orgulloso, se llevó el dibujo para enseñárselo a su madre. Entonces le entró la aprensión. Lo había cogido sin decírselo al maestro; seguro que cuando advirtiera su travesura le echaría una buena reprimenda. La cosa es que cuando sale de casa para ir a clase de dibujo se dedica a dar vueltas por el barrio hasta la hora de regresar. Finalmente, inventa una excusa cualquiera que le libere del suplicio de este vagabundeo a plazo fijo.
Cuando saco a relucir el viaje a Valladolid se cierra en banda: la salud de su cuñado, las obras en la casa, su hermana nunca tuvo nada que ver con el teatro, el violín de su madre que a él le hubiera gustado conservar pero que por no molestar nunca pidió… Una de esas empalizadas de alambre y púas que se ven en las películas de la Gran Guerra. Sorprende ver a este hombre que no ha disparado un tiro más que en el cine, atrincherarse de éste modo.
¿Qué oculta? ¿O qué defiende?
Quedamos de nuevo con él mañana, después de comer.