Hay nuevas incorporaciones en este viaje. Luis [Guridi] se ha animado a hacer doblete: chófer y sonidista. Para la ocasión –cuatro figuras entrevistadas al unísono- nos han prestado una mesita de sonido. Por el momento conseguir los cuatro micrófonos a precio de puta de la calle de la Cruz ha sido un suplicio. Estamos todos a la cuarta pregunta.
La expedición consta de siete personas: Luis, Arri y Moti en el coche 1, y Pepón, Emilio y Carlos y yo en el segundo. Durante la ida Carlos se muestra locuaz. Viene jubiloso de Almería donde ha estado rodando una coproducción hispano-italiana que encuadra en el género fantástico porque su personaje resucita varias veces. De nuestros anfitriones aragoneses repite algunos sucedidos que ya conocemos.
Carlos Muela nos recoge a la entrada de Zaragoza con su taxi. Aún canta, pero mientras conduce. “El Pavarotti del taxi” le llaman y a él le gusta. Durante el recorrido hasta su casa –una casita baja, de barrio- nos hace un pequeño recorrido turístico. Pasamos por el monumento a Juan de Lanuza, cuyas hazañas eran objeto de un drama en verso que solían representar. Los cafés-cantantes se han convertido en bancos o centros comerciales. Nombres evocadores, como el “Ambos Mundos”… “¡Qué pena!”, dice Carlos.

Conocer a la compañía de Maruja Gimeno es toda una experiencia. Allí están todos, salvo Feliciano Muela, que falleció en 1967 y supuso el fin de la dedicación teatral de la comuna. Pone uno lo de comuna porque es lo que más se ajusta a este grupo formado de aluvión de gentes recogidas por tierras de Castilla y Aragón.

Grabamos. Maruja es una mujer de armas tomar; no quiero imaginármela como empresaria. Braguillas mira a Carlos con admiración: recuerda sus improvisaciones y los números que se montaba en los finales de fiesta. Recuerda una vez que se lo encontró en Madrid, junto al Dorín, y se lo trajo de nuevo a Zaragoza. Esa noche había función en un pueblo. Braguillas le pregunta si tiene algo preparado para el fin de fiesta. Carlos ha estado dándole vuelta a una melodía de una zarzuela. Mientras la tararea mentalmente mima las contracciones de una parturienta, los dolores del parto y termina con el llanto del recién nacido.
-Yo me espatarré aquel día –afirma categórico Braguillas. Carlos quita importancia al asunto.
A mitad del fregado llega Jesús Ortega, el tercer soltero de oro en la compañía hasta que se ahorcó… “Quiero decir que me casé”, bromea. Nos cuenta su encuentro con José Isbert cuando las huestes de Berlanga recalaron en Alhama de Aragón para el rodaje de Los jueves, milagro (Luis G. Berlanga, 1957).
Jesús Ortega canta una jota para la que no hacen falta micrófonos, Braguillas interpreta una pieza al acordeón y cuando Carlos se arranca con las colpillas del Don Hilarión de “La verbena de la Paloma”, silabea cada frase con una sonrisa en la boca. Les pedimos que resuciten para la cámara el dueto cómico en el que Carlos hacía de director de orquesta desmadejado y Braguillas le seguía con la batería. Sin resultado: el “jazzband”, como ellos lo llaman, debe de llevar arrumbado por algún altillo lo menos veinte años.
Comemos con los dos Carlos. Un micro para cada uno. Muela nos explica lo que quería que contara su madre antes: que si iban por pueblos no era por empeño romántico en llevar el arte hasta el último rincón de España, sino porque la fidelidad de su padre a la República le valió la cárcel y la prohibición de trabajar en Zaragoza.
Carlos se encrespa al hablar de El viaje a ninguna parte –esa tontería que dijo Gómez- porque ellos sí que iban “a alguna parte”. ¡Apañados estarían si no supieran a donde iban!
Luego nos dividimos en dos grupos: Pepón se queda con Arri y Emilio grabando las fotos familiares, en tanto que el resto nos montamos en el taxi de Muela que nos lleva al Oasis. Pone en el mini-disc algunas de sus grabaciones y se emociona cuando suena el “Soy de Aragón” de la zarzuela “El divo”. Carlos tararea y le palmea el hombro. Luego saca el pañuelo para secarse una lagrimita. Al fondo las torres del Pilar: si lo preparamos no sale tan bien. Lástima que ya se hayan agotado las baterías de los dos mini-discs.
Aprovechando un momento de intimidad, en una de las paradas, Carlos nos pregunta si no vamos a pedirles que hablen de él. A lo mejor se ha sentido arrollado por el ímpetu jotero de Jesús Ortega –a todos nos ha pasado- pero no sé que piensa que hemos estado haciendo durante toda la jornada. O es que esperaba algo en plan “Esta es su vida”.
Despedidas largas, como siempre que se encuentran gentes que no se ven hace treinta años, conscientes de que es muy posible que no se vuelvan a ver nunca por mucho interés que pongan en intercambiar teléfonos.
Durante el largo viaje de vuelta Carlos se destapa. Tres temas hay, al menos que merecen mención y de los que, para variar, no existe registro.
a) el destino de Carmiña,
b) la faceta cortometrajista de Carlos,
c) su relación con Miguel de la Riva.
Resulta que la historia de Carmiña tuvo una segunda parte que Carlos había olvidado contarnos. Carmiña era aquella novia coruñesa que trabajaba en un restaurante y con la que Carlos visitó la Torre de Hércules para besarse a la vuelta en el portal. Diez años después, Carlos viaja con la compañía de Francisco Kraus, el hermano de Alfredo. Andan por el sur, probablemente en la provincia de Cádiz. Están en fiestas y en tanto su padre y su compinche inseparable Manzano visitan el ferial, Carlos se mete en el cine. Luego, acude a la cita con ellos en un bar. Le embroman a cuenta de las novias que ha tenido. Cuando empiezan con esta murga Carlos siempre echa balones fuera. Se escuda en que, con su estilo de vida, es imposible el compromiso. “¿Y no te acuerdas de Carmiña?” –le preguntan-. “Bua… ¿Dónde andará?”. “Pues aquí mismo. La acabamos de ver en el circo”… Carmiña, la muchachita romántica del restaurante coruñés trabaja ahora como bailarina exótica. ¿Por qué no pasa a saludarla? Carlos dice que ya para qué…