zaragoza 2. 26 de mayo de 2003

Carlos tiene dos cortometrajes en mente. Nunca los ha escrito pero los cuenta a petición del oyente. Uno de ellos es decididamente simbolista y a uno le trae a la cabeza lo que ha leído sobre el estreno de “La intrusa” en una de las Fiestas Modernistas organizadas por Rusiñol en Sitges. La estructura se organiza a partir de una historia marco: un escritor se queda sin tinta y tiene que ir a comprar más. No hay azul y el escritor debe conformarse con un frasco de tinta verde. Un niño ciego pasea por la orilla del mar. Un hombre, acaso Cristo, le pregunta cual es su mayor ilusión y el niño le contesta que ver el mar. Los ojos del niño se tornan de un verde purísimo y, por primera vez, entre lágrimas, le es dado ver. El escritor finaliza así su relato. Recibe un premio literario. Es el propio Dios quien se lo otorga, por haberlo escrito con tinta verde: el color de la esperanza.

El otro está en la línea de Max Linder. Un tipo mete una gran suma de dinero en el forro del sombrero. No saluda a nadie por la calle por miedo a perderlo. Entra en un bar y pide una consumición. Tampoco allí se destoca, a pesar de los comentarios del camarero y el resto de los parroquianos. Pero, ¡ay!, llega el momento de pagar. El hombre baja a los servicios y saca un billete. Afora la consumición, pero se ve que no se ha encasquetado bien el sombrero, porque apenas sale a la calle una ráfaga de viento se lo arrebata y lo arrastra. El hombre se mete en toda clase de líos y supera toda clase de pruebas para conseguir alcanzarlo.

Hemos tropezado varias veces con de la Riva a lo largo de esta historia. Sin embargo, de vuelta de Zaragoza, Carlos se siente expansivo –por qué coincidirán estos momentos cuando no hay cámara por medio- y nos cuenta cómo apareció el caballista en su vida. Fue en el Café Gijón, hacia 1967. No es un sitio que frecuentase pero le han dicho que por allí suele parar Sáenz de Heredia y Carlos se pone sus mejores galas a ver si le sale un papelito. Junto a la puerta se topa con un hombre alto, de indumento impecable. Sáenz de Heredia no ha ido esa tarde, pero al presentarse Carlos como actor, de la Riva se convierte en Virgilio, que guió a Dante por el Infierno. El infierno en nuestro caso son unas cuantas copas en la barra del Gijón y luego a Riscal. En el trascurso de la noche Carlos se explica: un tal Pagés le ha propuesto una cosa de variedades que ha quedado finalmente en agua de borrajas; en reparación de posibles perjuicios el tal le ha pasado este contacto. Todo se diluye ante la belleza de las “palomitas” –así las llama de la Riva- de Riscal. Beben.

Ya de madrugada se dirigen a casa del caballista, un chalé por Arturo Soria. Hace frío. De la Riva le indica el camino, bordeando la piscina. De pronto se detiene. Saca del bolsillo del abrigo una pistola. Apunta con ella a Carlos y le dice que salte a la piscina inmediatamente. Carlos ríe la broma, pero de la Riva le asegura que la burla va en sentido único. Si Carlos no salta antes de que cuente tres le pega un tiro en una pierna. Ninguno de los dos ríe ya. Uno… Carlos contempla el agua sucia y helada y balbucea una súplica. Dos…

La puerta del chalé se abre. Aparece la señora de la casa y se lleva a de la Riva para dentro. Le quita la pistola. El caballista ríe a mandíbula batiente mientras alza la mano en señal de despedida.

Carlos tiene que volver a casa en autobús, pero desde ese día se cita con Miguel de la Riva cada tanto. El caballista le cuenta que cuando estuvieron rodando Alejandro Magno (Robert Rossen, 1953) en España él le vendió un helado a Richard Burton. Luego se fue a casa en moto con un compañero, pero sin quitarse el vestuario. Al llegar a la Plaza de Castilla le preguntan a un guardia el camino a Roma.

Carlos y de la Riva hacen la ronda del Dorín, el Gijón y el Riscal. Son los años dorados de Urtain, que también se deja caer por el garito, con su aureola de campeón de Europa de los pesos pesados. De la Riva le da un papelito a Carlos para que le pida un autógrafo. Carlos está llegando ya a la mesa cuando se da cuenta de que lo que su amigo le ha dado es la cuenta. A ver si colaba. Son las bromas del caballista.

miguel de la riva ("los rebeldes de arizona")

Gracias a su alter ego Michael Rivers consigue Carlos una de sus primeras oportunidades cinematográficas: una figuración con frase. José María Zabalza, el rey irunés de la “serie Z” a la española, rueda tres tardíos spaghetti-westerns en el poblado del Oeste de Colmenar Viejo. El actor elegido para interpretar al camarero del saloon en 20.000 dólares por un cadáver (José María Zabalza, 1970) es incapaz de recordar sus frases y tiene un deje castizo que tira de espaldas –aunque uno no entiende qué importa esto si todo se dobla- y Carlos se ofrece a interpretar el papelito. En otra delas películas tiene ocasión de demostrar sus habilidades con el revólver, adquiridas durante las interpretaciones de “Katiuska” en el Teatro de la Zarzuela. Las tres películas se filman del tirón, con los mismos actores y en idénticos decorados. El clímax de las tres es el incendio del rancho del protagonista. Ese día de la Riva se ha llevado a la hijita al rodaje y cuando la casa está casi convertida en cenizas se da cuenta de que no ha visto a la niña desde primera hora de la mañana. Asumiendo su papel de héroe, quiere meterse entre las paredes calcinadas y rescatar a la pequeña. Carlos le contiene, también metido en su papel de amigo del héroe. Instantes después llega la niña, que ha estado todo el día entretenida con la maquilladora. El caballista la abraza y le hace zalemas. Entre beso y beso reprocha a Carlos no haberle avisado de que la niña estaba a salvo. Carlos cae repentinamente del pedestal en el que se veía a sí mismo; este estrambote deslucido no sale nunca en los guiones ni en las novelas que él ha leído.

Por esos años, en el declive del western europeo y del género de espías que ha cultivado, de la Riva coge el traspaso de un bar de playa en Castelldefels. Le propone a Carlos que sea su mano derecha, su hombre de confianza. Carlos viaja a Barcelona por su cuenta pero no hay ni rastro de su contacto. Dice que estuvo haciendo recados para una boutique de las calles Tuset o Pelayo. Un día, se encuentran casualmente. El caballista se ha instalado ya en Castelldefels. Vive en un piso, sobre el bar. Carlos podría vivir en una pensión cercana. Acepta. Pero una vez allí, debe hacerse cargo de abrir por la mañana y de cerrar cuando a de la Riva y a sus invitados –parece que Sancho Gracia, era uno de los habituales aquel verano- se les ocurre que ya está bien de güisqui. Total, para tres horas que va a dormir, Carlos se echa allí, entre las cajas de refrescos. Ah, el sueldo como hombre de confianza se reduce a un diez por ciento de lo que haya en el bote… No en balde, la manutención y el alojamiento corren por cuenta del caballista.

Una madrugada cualquiera, sin decirle nada, Carlos coge un tren y se marcha a Barcelona, a buscar un trabajo en lo suyo. Puede que fuera entonces cuando estuvo de utilero en “Un enemigo del pueblo”.

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